martes, 8 de noviembre de 2022

Chillán... Por Gabriela Mistral

 

La ciudad de amansaderas,

curtidores y alfareros,

tiene tendones heridos

y un no sé qué de lo huérfano

y a medio alzarse nos cuenta

de su tercer nacimiento.


El juega en todas las rondas,

vuelto niño de su tiempo.

Da a Eduardo su romance

y a Manuel sopla cuentos

y a Pablo le hace cantar

su más feliz canto nuevo.


El baja por no olvidar

la Cordillera

la madraza araucaria,

la feria del chillanejo.


Y cuando baja, lo sigue

por la vertical del vuelo

Doña Isabel, y se adentra

por éste y el otro pueblo

donde un corro de mujeres

baila bailes de su tiempo;

y entre una y otra danza,

nos averigua si habemos

más pan, más leche y contento.

Y ahora le vamos a contar

que cunden cosas y puertos.


Doña Isabel se retarda,

Bernardo vuelve contento

y después, después, los dos

vuelven tejiendo el comento.


Es la presencia callada

y viva, es el largo aliento

de uno que vive en

mundo como un sacramento

que en la caída nos alza

y en la lentitud da el vuelo.

El Frecuenta a los ancianos

y llega a los nacimientos,

y acude a las bodas

y amortaja a nuestros muertos.


Por la feria de Chillán

donde rebrillan en cercos

maíces, volaterías,

riendas, estribos, aperos,

cruzaremos sin pararnos

y azuzados del deseo,

porque la que va en fastasma

voz no lleva ni dineros.


Arden eras chillanejas.

Todo Chillán es fermento.

Toda su tierra parece

ofrenda, fervor, sustento,

y salta una llamarada

que nos da a mitad del pecho.

Ternuras balbuceamos

al Padre, oídos abiertos,

y El mira y oye a sus tres

carrizos calenturientos.


Dejen que lo mire largo

en el último reencuentro,

que lo beba fijamente

hasta que imposible sea verlo

y que sus memorias vayan

bajando como en deshielo.


Por esta tierra que mira

con pestañas abrasadas

y unos barbechos de oro

y un trascender de retamas.


Encumbraría el Bernardo

cometas pintarrajeados,

mestizo de ojos de lino,

hombros altos, cejas bravas.


Voces de doña Isabel

venían en la venteada.

Pero tirado en maíces

el mozo oía otras hablas,

la oreja puesta en la tierra

y la vista desvariada.

A otro grito el cimarrón

apenas se enderezaba,

y volvía a dar la oreja

a la greda y a las pajas

y a lo que ellas le decían.


Doña Isabel lo quería

suyo y lo mismo la Parda,

y el Bernardo entre las dos

como un junquillo temblaba.

La parda se lo luchaba

y de vuelta, trascordado,

las dos sílabas mascaba

y sería de esa brega

la luz que lo iluminaba.



Del libro Poema de Chile, Editorial Pomaire,  Barcelona, 1967, 244 pág..

Editado por Doris Dana

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