En Tierras Blancas de Sed… Por Gabriela Mistral

En tierras blancas de sed

partidas de abrasamiento,

los Cristos llamados cactus

vigilan desde lo eterno.

 

Soledades, soledades,

desatados peladeros.

La tierra crispada y seca

se aparea con sus muertos,

y el espino y el espino

braceando su desespero,

y el chañar cociendo el fruto

al sol que se lo arde entero.

 

Y en el altozano y en

las quebradas, como aperos

tirados como tendal,

tumbados de buhoneros,

aldeas y caseríos

llenos de roña y misterio.

 

Locos repechos, bajadas

como para niño y ciervo,

pero apenas un boecillo

de pastos de trecho en trecho

y caseríos callados

a medio alzarse, de miedo,

bajo el viento que los lleva

y que los suelta en dos tiempos.

 

Y otras tierras desolladas

en Bartolomé inmensos,

de un costado desangradas,

del otro en tendido incendio.

Y otra y otra vez aldeas

acurrucadas, friolentas,

con techo de paja y

huyendo y permaneciendo.

 

Tienen sed el cabrero

el olivillo y la salvia,

el pasto de cortos dedos

y el cuarzo y el cuellecillo

de muchachito y el ciervo.

Miseria de higuera sola

azuleando higos cenceños

y de tunal en que araña

a tientas un rapazuelo

y de mujeres que vuelcan

las “gamelas” y los tiestos

y el umbral empedernido:

toda la Tierra y el cielo.

 

Claman ¡agua!, silabean

¡agua! durmiendo o despiertos.

La desvarían tumbados

o en pie, con substancia y miembros.

Y agua que les van a dar a

los tres entes pasajeros

con garganta que nos arde

y los costados resecos.

 

Cruzamos, pasamos, blancos

de puna y de polvo suelto,

del resuello de la Gea

y el sol blanco de ojo ciego

y repetimos los tres

callando, de pecho adentro;

Agua de Dios, un cadejo

de nube, un hilillo fresco.

 

El agua en sorbo o en hebra,

sonando su silabeo,

merced al hilo de agua

delgada, piedad de estero,

mejor que el oro y la plata

y el amor dado y devuelto.

 

No se me doble el huemul

al que le blanquea el belfo

y no me mire el diaguita

que me rompe su deseo.

Un poco más y ella salta

con sus ojos azulencos

y van a beber de bruces

con rizadas de contento

más doblados que sus cuellos

iguales en ciervo y ciervo.

 

Se áran, o siguen y arden,

callan y laten enteros;

y el soplo que yo les doy

no les vale, de ser fuego…

 

Apunta si el “ojo de agua”,

ya en lo bajo del faldeo;

yo no sé, no, si es verdad

o mentira del deseo.

Está redondo y perfecto,

está en anillo pequeño;

brilla pequeñito y quieto

con dos párpados de hierba

y el ojo a nosotros vuelto

asombrado de si mismo,

sin voz, pero con destello

milagro tardio y cierto.

 

¡Cómo beben, cómo beben

que yo les oigo los cuellos!

Y bebiendo son iguales

el con belfo y el sin belfo.

La lenguecilla rosada

apura su terciopelo

y el niño bebió con toda

su cara que tomo y seco.

 

De su libro Poema de Chile, 1967. Editado en Barcelona.

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