Era un asiduo asistente a los eventos culturales que se realizaban en
la gran sala del Teatro de la ciudad. Llegaba antes que ninguno para
obtener uno de los lugares de privilegio y no perderse así nada de lo
que allí ocurriese. El problema, por lo general, eran los guardias del
recinto que exigían una presentación formal como lo indicaba el
protocolo en las funciones de gala, protocolo que él no quería o no
sabía cumplir.
Siempre terminaba parado en la puerta del recinto
discutiendo, muchas veces a viva voz, exigiendo sus derechos de
ciudadano honrado con los inflexibles guardianes de la cultura que
terminaban por ceder ante su petición de un vaso de agua para enmascarar
el aliento a vino rancio.
Aquella tarde nadie se dio cuenta
cuando entró a la sala. Aquel hombre de andar pausado y magra figura,
irguiose en toda su estatura en medio del paltó. Con manos temblorosas
arregló su pelo que caía en mechones sucios y descoloridos sobre su
frente. De un desgastado estuche que tenía impresas las huellas de vasos
y grasa de comida en la tapa, sacó un antiguo violín que brilló cuando
el hombre lo puso bajo su barbilla. La maravillosa melodía de aquel
Capricho quebró la soledad del teatro, y de cada nota flotó una lágrima
trémula que abrió las corolas adormecidas en los jarrones polvorientos.
Desde un retrato colgado de la pared resquebrajada Paganini sonreía.
Alicia Pereda
Poetisa de Nuestra Tierra
En Facebook encuentra sus publicaciones.
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