Suele interesarnos mucho la visión de Chile que se forjaron los extranjeros visitantes durante el siglo pasado. Ediciones de diarios de viaje o crónicas de viajeros como Mary Graham, Laffond de Lurcy, Max Radiguet, entre otros, han logrado siempre gran éxito. Este interés se debe, seguramente, a que esos extranjeros observaban nuestra tierra y nuestra vida con ojos desapasionados y nos interpretaban según su propia realidad cultural, lo que producía una visión novedosa y - tal vez - más profunda de nuestra idiosincrasia.
Entre ellos, una personalidad curiosa y fascinante es la del pintor bávaro Mauricio Rugendas, residente en Chile entre 1833 y 1844. Rugendas reflejó la realidad chilena en el espejo de su pintura: Centenares de cuadros y dibujos que fijaron el cuerpo -y, por tanto, el espíritu- del Chile de esos decenios.
Gracias a él, tenemos ahora conciencia de cómo era el paisaje de la época, cuáles eran los trajes y los tipos sociales representativos, como era el ambiente urbano y las costumbres de la república naciente.
El pintor alemán tiene plena actualidad para nosotros: Las imágenes que él vio y pintó le eran tan remotas como lo son ahora para el chileno contemporáneo. Su visión del paisaje es similar a la de nuestros poetas: Dibujos suyos podrían muy bien ilustrar poemas de Gabriela Mistral o Pedro Prado.
Interesante individuo fue el pintor: Espíritu romántico y liberal, era artista a la vez que hombre de acción y de afán científico. Llegó por primera vez a América para dibujar la flora tropical del Brasil, a petición de Humboldt. En su extenso recorrido desde México hasta Cabo de Hornos, hizo un verdadero trabajo de Antropología cultural al tomar notas sobre el paisaje, y los modos de vida de una sociedad en formación.
Durante su permanencia en Chile, recorrió el país incansablemente, conociéndolo mejor que la mayoría de los chilenos. Como buen romántico, amante del exotismo, sintió profundo interés por los mapuches y, llevado por su afán de precisión en los retratos, convivió y trabó amistad con ellos.
Con esto seguía el espíritu roussoniano de la época, cuyo amor por el 'buen salvaje' impulsó a varios intelectuales a radicarse entre los indígenas, huyendo de la corrompida civilización.
Triste es el regreso de Rugendas a su patria. Aquel artista, peregrino de lo exótico, amante de los grandes espacios, es condenado a vivir en el 'mundo ficticio, protocolar y caduco'. Como pintor casi no es considerado por sus contemporáneos, seguramente porque no suscribía ninguna teoría estética intelectual de moda, y porque volvió cuando triunfaban pintores de estilo muy diverso. Por otro lado, mucho de su extensa obra estaba condenada al anonimato por falta de medios técnicos que la reprodujeran.
Radicado en Augsburgo, su ciudad natal, lleva una vida precaria, atormentada por las deudas y la falta de posibilidades para su arte. Debe resignarse a aceptar encargos de pinturas con temas de estilo pomposo, como 'la llegada de Colón a América', sugerida por el rey de Baviera. El pintor inadaptado en su continente de origen, sueña con su paraíso perdido. Se vuelve nostálgico y desengañado. Conoce a una muchacha, quien será su novia, pero llega la muerte antes dela boda. Como digno final de un artista romántico un poco 'maldito', nadie sabe en donde se halla su tumba.
El Rapto (1848) grafica el interés de Rugendas por las tradiciones populares de América y por el "buen salvaje", con una pincelada que del clasicismo pasa al romanticismo.
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