El
gobierno que dirige Sebastián Piñera apuesta a un nuevo apagón cultural
como forma válida para evitar que la gente piense, aprenda y
reflexione.
Escribe Arturo Alejandro Muñoz
Es
un hecho imposible de desmentir. La Historia lo demuestra y los eventos
concretos lo avalan. A las dictaduras y a los gobiernos conservadores
el arte y la cultura les significan estorbos severos. Les consideran un
tentáculo intelectual del marxismo-leninismo, una trinchera plagada de
terroristas resentidos y mesiánicos.
Desde
el ministerio de Hacienda llegó la instrucción. “El Banco Estado no
deberá financiar al cine nacional”. Ello podría leerse también como “el
Estado no financiará al cine chileno”. Queda la fuerte sensación que el
gobierno de don Sebastián, tal vez empapado en las ideas que sobre
‘cultura’ tienen su amigo José Antonio Kast y su ministra de Educación,
pretende iniciar en nuestro país un símil del “macartismo” vivido en
Estados Unidos en la década de 1950, cuando el fanático senador
republicano Joseph McCarthy desató una “caza de brujas” contra
escritores, artistas y directores de cine y teatro, en busca de
“comunistas infiltrados en el gobierno y en el país”.
Lo
de Piñera pareciera no ir por ese lado (¿o sí?), pues el objetivo es
minimizar los últimos triunfos internacionales del cine chileno, mismos
que en alguna importante medida desnudan una realidad en la que sectores
ultra derechistas y militaristas salen muy mal parados. A la derecha,
la conjunción Cine e Historia le pasan la cuenta, y en ello la ‘prensa
canalla’ (la oficial, la de los consorcios Emol y Copesa junto con la
televisión abierta) llevan velas en el entierro, cuestión que como bien
se sabe no ocurre solamente hoy, sino que ha sido así desde los años de
dictadura.
Recuérdese,
al respecto, las múltiples opiniones vertidas en El Mercurio, La
Tercera, La Segunda y canales de televisión por ‘distinguidos’
comentaristas que calificaron a la obra teatral “Lo crudo, lo cocido y
lo podrido”, de Marco Antonio de la Parra, como vulgar, violenta,
grosera, pornográfica… cuidándose de ocultar la decadencia de las clases
políticas y las alusiones a la tortura que en ella subyacían a través
un lenguaje nuevo e inteligente, específicamente creado para disfrazar
lo que la dictadura prohibía dar a conocer.
La
obra teatral comentada, estaba inserta en el marco de inflexibilidad
política emanado del anuncio que Pinochet hiciera del Plan Chacarillas
(1977), bajo el cual la dictadura había endurecido su posición al fijar
los marcos de una nueva institucionalidad que le permitiría su
continuidad en el tiempo. Es en ese momento que el autoritarismo amplía
los mecanismos de censura y promueve un teatro de perspectiva
‘anti-pueblo’ y acrítico, que se refleja en la comedia frívola, en el
musical y en el montaje de textos clásicos considerados ‘inocentes’ por
los servicios de inteligencia militar.
El
obvio objetivo de estas representaciones implícitamente oficialistas
era anestesiar a la audiencia con una visión que le asignaba al teatro
la mera función de espectáculo, o que mostraba la conflictividad como un
hecho personal exclusivamente situacional, evitando de tal laya
cualquier proyección problemática hacia lo social.
La
dictadura no lo logró. Tuvo algunos exiguos momentos de éxito al
promover esas obras en la televisión, pero, por el contrario, fue el
teatro profesional y aficionado quien montó –a pesar de los pesares–
obras que develaban una visión crítica y, en ciertas instancias,
transgresora del orden autoritario.
Ahora,
en plena democracia, el turno es el del cine. No cabe duda que el film
“Una mujer fantástica”, de Sebastián Lelio, por el que la academia de
Hollywood le otorgó el Oscar a la mejor película extranjera, en la cual
actuó de manera brillante Daniela Vega, despertando las iras y
homofobias de gran parte de los sectores conservadores y de muchos
fanáticos religiosos adscritos al Opus Dei y a los Legionarios de
Cristo.
A
esa película se agregan otras, igualmente exitosas a nivel
internacional (ganadoras de premios en Europa y América).”La buena
vida”, de Andrés Wood, “ La vida de los peces”, de Matías Bize, “La
nana”, de Sebastián Silva; “Tony Manero”, de Pablo Larraín; “Taxi para
tres”, de Orlando Bubbert; “Y de pronto el amanecer”, de Silvio Caiozzi;
“Los perros”, de Marcela Saaid…son algunos de los filmes que en una u
otra forma molestan a los dueños de la férula poniendo en
cuestionamiento las “bondades” del sistema económico vigente.
¿Por
qué ahora, por qué es en este momento que la derecha –a través de sus
representantes en el gobierno– decide darle mandobles y sablazos al cine
chileno? Ella no había mostrado mayor preocupación con películas como
“Julio comienza en julio”, “Machuca”, ‘Volante o maleta” y otras, pero
ahora sí lo hace. ¿Cuál es la razón? Tal vez la respuesta a esa
interrogante sea que ahora al público chileno le gusta el cine nacional y
acude en gran número a presenciar películas hechas en casa, lo que
políticamente puede traducirse como “propaganda masiva efectiva”,
cuestión que al gobierno piñerista y a la derecha en general molesta y
preocupa.
Convengamos
en un hecho de la causa: la cultura le queda grande a esta derecha
criolla que no sabe cómo administrarla en buena forma y menos aún logra
crear espacios y escenarios culturales que obtengan la adhesión
mayoritaria de la gente. Por ello opta por combatirla.
La
quema de libros en las calles santiaguinas a manos de soldados durante
los primeros meses de la dictadura cívico-militar, con la anuencia y
aplauso de los sectores conservadores, es una buena prueba de ello. El
cierre de la editorial Quimantú que proveía a los chilenos de magníficas
obras literarias nacionales y extranjeras –a muy bajo precio– es otra
muestra de lo dicho.
Lo
acaecido con “Chile Films” muestra fríamente el desdén de la derecha
por el arte, la cultura y el cine. En la página web de CineChile (
www.cinechile.cl) puede leerse lo siguiente:
“El
mismo día del golpe militar (11 de septiembre de 1973), un pelotón de
soldados toma los estudios por asalto e inicia una minuciosa destrucción
de archivos y quema de material fílmico. “Se hizo una pira en el
patio”, cuenta un testigo de la acción, y “por espacio de tres días
estuvieron quemando todos los noticiarios desde el año 45 adelante”.
También documentales y los negativos de una buena parte del cine chileno
de ficción. Conforme a la política del gobierno de Pinochet, la empresa
se privatiza y deja de ser definitivamente lo que fue. Cesa su
producción propia y se especializa en los servicios a terceros, en
particular a la televisión y a la floreciente industria del cine
publicitario”.
Los
más fanáticos adherentes a la religión neoliberal no gustan de la
posibilidad que en nuestro país se alce un complejo cinematográfico al
estilo de la antigua Televisa mexicana, pues prefieren abrir los
paisajes de nuestro país a las producciones extranjeras que buscan
escenarios naturales de belleza indomable, y evitar darle alas a un cine
nacional que ellos saben será crítico y recurrirá muchas veces a la
Historia como principal fuente de creación. Saben también, sin temor a
equivocarse, que Cine e Historia les seguirían cobrando factura, porque
el cine es el séptimo arte, y como tal es cultura, identidad y memoria.
Un
país sin memoria no tiene Historia; un país sin Historia carece de
identidad… y un país sin identidad es simplemente una colonia. A ello
apunta y apuesta este gobierno.
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