El fallecido historiador Augusto Vivaldi
Chichero, en su libro de 1986 llamado “Presencia de O’Higgins en Los
Ángeles”, recopila la descripción de un vecino de la época acerca de
esta acción militar ocurrida poco después de la aparición de las tropas
realistas.
Una
singular historia describe la acción bélica que realizó Bernardo
O’Higgins en los albores de la Independencia de Chile para capturar el
fuerte de ciudad sin que tuviera que disparar un solo tiro.
Se
trata de la época en que ya habían pasado los primeros y agitados días
de la conformación del primer Congreso Nacional cuando el Padre de la
Patria había sido nombrado alcalde y diputado de la actual capital
provincial de Bio Bío y había tomado una decisiva orientación hacia la
liberación de la dominación española. Ahora se trataba de hacer frente
al ejército español que había desembarcado en las tierras nacionales, al
mando del brigadier de Marina, Antonio Pareja.
Los
hechos se produjeron un 23 de mayo de 1813 cuando O’Higgins, ya como
teniente coronel de Ejército, al mando de 46 hombres más otros 20
milicianos que se le plegaron en el vado del Salto del Laja, planeó la
audaz maniobra.
Don
Luis Valencia Avaria describe así la captura de Los Ángeles. "O’Higgins
ocultó a sus hombres en una quebrada al extremo norte del pueblo y
despachó a Morales, su asistente, a obtener información. Supo así que el
puente levadizo del fuerte estaba bajo.
Eran
las 9 de la noche y con Soto, su hijo y dos milicianos cruzó entonces
la plaza, pasó delante de tenduchos malamente iluminados y llegó junto
al centinela del puente. En la oscuridad y a las demandas del soldado
sólo replicó "Yo". Ante la insistencia del guarda, "¿quién es yo?",
acercó su cabalgadura, diciéndole: "¿No me conoces?". El hombre,
intrigado, hizo esfuerzos para examinarle, pero vio enseguida la pistola
que O’Higgins le abocaba. En silencio entregó su fusil y se puso a sus
órdenes.
La
cuadrilla cruzó el puente, lo levantó y siguió al cuerpo de guardia.
Nadie había: sólo los fusiles adosados a uno de los muros, pero en la
pieza contigua unos soldados conversaban en torno a un brasero. A la voz
de: "¡Viva la patria amigos!", pusiéronse de pie y en la semioscuridad
se les acercaron, tomándoseles por bromistas. "¿No me conocen? Yo sí les
conozco y sé que son buenos patriotas". Le reconocieron asombrados:
"¡Si es el señor don Bernardo!". Producida la cordialidad, O’Higgins les
aseguró que comandaba una fuerte división, que dominaba el pueblo y que
el gobernador sería su prisionero.
Entretanto,
Soto y los suyos habían ido en demanda del comandante, quien se
entregó, con sus oficiales, sin resistir, ante el argumento
incontrastable del fuerte capturado. Todo se había cumplido en pocos
minutos, pero restaban los regimientos milicianos. A este tiempo contaba
ya O’Higgins con el resto de los hombres que dejara en las afueras y,
sirviéndose de quienes conocían al vecindario, les despachó a ubicar a
los oficiales patriotas, con cuya ayuda remplazó a quienes tuvo por
sospechosos. La vecindad acabó así por advertir que ocurrían sucesos
extraños, y en medio de trajines, del ir y venir de soldados y de
ocurrencias consiguientes, todo el mundo llegó a informarse y, cada
quien a su modo y según sus afecciones, se regocijó o lo lamentó.
Los
amigos, entre ellos cinco parientes suyos que vivían en Los Ángeles, le
buscaron para saludarle y ofrecerle colaboración y un grupo de damas,
cuando O’Higgins hizo arriar la bandera española del fuerte, se
comprometió a confeccionarle una de la patria. Se la entregaron en poco
tiempo, como que no era difícil coser tres franjas horizontales, blanco,
azul y amarillo. Así, al clarear el nuevo día, los milicianos angelinos
y los vecinos pudieron vitorear entusiastas al nuevo paño”.
"¡Viva la patria amigos!"
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