Kornu Kon fue el brujo más viejo y famoso de los últimos días del mundo fueguino, hoy inexistente. Los misioneros salesianos lo bautizaron llamándolo Adán, pero el nombre no prosperó. Como la mayoría de los indígenas de todo el continente, repitió los rezos y usó su apelativo occidental de cara a los sacerdotes, pero, en la intimidad de su tribu, conservó su antigua devoción, sus hábitos culturales y su nombre original.
El brujo Kornu Kon tenía tres mujeres y gozaba de enorme prestigio entre las tribus selk'nam. Además de su jerarquía de brujo o médico, lucía títulos de cacique y jefe de tribu, en merecimiento de su fuerza herculéa, a sus 80 años de edad y a su numerosa parentela. Como si todo eso fuera poco, poseía el rostro más horrible de la Tierra del Fuego, circunstancia que le daba aún más prestigio. A pesar de todo, los misioneros que lo trataron aseguraban que era de índole bondadosa y alegre. Generalmente andaba desnudo, con su cuerpo pintado de barro blanco y la cabeza y el pelo teñidos de rojo.
Murió el 23 de abril de 1912, después de un opíparo banquete que compartió con otros miembros de su tribu. La gran vianda fue un zorro, cuya sangre bebieron todos para asimilar sus cualidades. Pero, el anciano brujo no resistió el exceso; le sobrevino una parálisis que lo condujo al otro mundo. Alcanzó apenas a despedirse de sus amigos con un ¡uriüke, uriüke!, es decir, ¡adiós, adiós!
Su última mujer, en cuanto notó que el indio iba a morir, comenzó de inmediato a separar sus cosas: cueros de guanaco,de ovejas, canastos, etcétera. Cuatro horas antes de que Kornu Kon expirase, la incipiente viuda quemó todos sus enseres. Pellejos, armas, hondas, arpones; en fin, cuanto usaba el brujo fue a dar a la hoguera. Solo quedó el cadáver del viejo, tendido en la tierra desnuda.
Así eran las costumbres indígenas. Por último también quemaron el toldo donde vivía. Nada que perteneciese al extinto podía quedar en tierra. El espíritu malo de la muerte moraba en ellos.
Muchas fueron las obligaciones de Kornu Kon cuando estuvo en vida. Como todos los Kon fueguinos, debió conjurar el arco iris y los eclipses de la luna, mientras el resto de la tribu lanzaba flechas y piedras para que el fenómenos desapareciera. Con sus mujeres hizo grandes caminatas visitando los campamentos de koliots buscadores de oro, y los reductos selk'nam aún existentes. Las mujeres llevaban a sus hijos a la espalda, sentados en correas de foca, envueltos en un cuero de guanaco. Las madres selk'nam amaban mucho a sus hijos, pero jamás los besaban o acariciaban.
Del libro “De sur a norte, relatos de América” Selección de relatos de Cecilia Beuchat y María Valdivieso. Liberalia Ediciones, 79 pág.