Domingo Arteaga Alemparte nació en Concepción en 1835, hizo estudios de humanidades en el Instituto Nacional de Santiago, pero en 1851 debió interrumpirlos para acompañar a su padre al Perú. No regreso a Chile hasta 1857. En 1859 inició, en compañía de su hermano Justo, la publicación “La Semana”, donde publicó la mayor parte de sus composiciones poéticas.
En 1860 fue nombrado jefe de sección en el Ministerio de Relaciones, y en 1864 pasó a ser oficial mayor (subsecretario). En 1867, elegido diputado, abandonó la carrera administrativa. En “La Libertad”, diario fundado por su hermano Justo, escribió asiduamente con el seudónimo Juan de las Viña.
En 1857 fue llevado a dirigir el Banco Agrícola en calidad de gerente, cargo que desempeñó hasta su muerte.La Universidad de Chile le hizo miembro de su Facultad de Filosofía y Humanidades en reemplazo de don José Joaquín Vallejo.
Murió en Santiago el 14 de abril de 1880.
Ayer y Hoy
En la muerte de una niña
Quizá ayer cuando las flores
mirabas de tu ventana,
pensaste que sus colores,
su perfume y sus primores
no vivirían mañana;
más no pensaste, ¡confiada!,
que eras tú una flor también,
y que a la nueva alborada
no latiría tu sien,
ni ardería tu mirada.
¡Tocadla! Tan sólo acaso
duerme un sueño pasajero,
y ese ángel es el lucero
que desaparece en su ocaso
y a lucir vuelve altanero.
¡Ay! ¡No! ¡Cual humo sutil
que el ardido aroma exhala,
fuése la niña gentil!
– Ayer tanta risa y gala,
hoy blanco, helado marfíl.
Un día lleva a otro día
hojas secas, cuerpos yertos,
y al tocar a su agonía
el de ayer al de hoy se fía
para que entierre sus muertos.
Y en el calvario, que sella
las puertas de la existencia,
desaparece toda huella,
apágase toda estrella,
extínguese toda ciencia.
En taciturna tristeza
se envuelve así el pensamiento,
cuando mide con certeza
lo que dura la belleza,
lo que vive el sentimiento.
Cual tenue idea que en vano
pide a la lengua expresión;
como en el aire liviano
el hálito del verano
disipa alegre canción,
así perece la infancia
y la blanca juventud,
del patricio la arrogancia,
del patriota la constancia,
y la voz de la virtud.
Así se van los amores,
así se van las caricias,
de la pasión los ardores,
y sus fugaces delicias
y sus cálidos dolores.
Mas ese raudo turbión
que abisma en un cementerio
toda forma y toda acción,
no arrastra todo el misterio
del hombre y de su misión.
Alma cobarde, que estrellas
en la materia tu vuelo
y sólo hallas en el suelo
de tu camino las huellas,
la causa de desvelo,
aspira más pura esencia,
alienta ambición más noble:
y cernerse en la eminencia
verás una luz inmoble,
blanca, eterna: ¡Es la conciencia!
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