A veces los libros los pensamos de una determinada manera y resultan tal como los imaginamos; otras veces, resultan de una forma muy diferente; otras, como en este caso, es el mismo libro que va forjando su recorrido. «Históricas. Mujeres que cuentan» comenzó con las ilustraciones que la artista polaca Joanna Styrylska-Gałażyn hizo de 17 mujeres históricas (podrían haber sido otras, podrían haber sido muchas más), todas tremendamente potentes, cada una a su manera, diversa, particular, única. Estas ilustraciones fueron la “carta de invitación” a las escritoras convocadas, jóvenes de distintas nacionalidades: chilenas, latinoamericanas, catalana.
Ellas escribieron, especialmente para esta edición, textos de diversos géneros literarios, relatos que buscan conectar al lector con la mujer homenajeada, mezclando datos reales con acontecimientos ficticios: algunos ocurren en el futuro, otros exploran la dimensión más íntima de la protagonista o la personifican a través de la poesía. En palabras de Micaela Paredes (introducción), la vida de cada una de estas mujeres históricas es revivida e interpretada de manera libre y creativa a través de visualidad y palabra, pues sus voces nos hablan de luchas y experiencias arquetípicas, es decir, de sentires y saberes que nos interpelan más allá de nuestro lugar en el tiempo y el espacio, más allá de nuestras creencias e ideologías, más allá de nuestro género.
Las ilustraciones, relatos y breves biografías que conforman este libro pretenden visibilizar la importancia de las mujeres en la inmensa cantidad de ámbitos de los que han sido excluidas sistemáticamente: la ciencia, el arte, la tecnología, el deporte, el activismo y la academia, entre otros. De esta forma el libro concentra distintos aspectos de las luchas feministas capaces de trascender tiempos y espacios.
Valor: $ 13.900
Selección: Marta Mearin y Juan Francisco Bascuñán. Varias autoras.
Ilustraciones: Joanna Styrylska-Gałażyn
ISBN: 978-956-6050-56-8
Editorial: Planeta Sostenible
Idioma: Español
Páginas: 76
Peso: 380 g
Dimensiones: 24×24 cm
Encuadernación: Tapa blanda
Éste y otros libros en: https://www.planetasostenible.cl/
A Modo de Adelanto
Somos duras, las mujeres. Firmes como rocas soportando el oleaje. Nadie nos enseñó a ser así, es algo que compartimos por pura sobrevivencia. Desde niñas aprendemos a acatar, a aguantar lo que venga, y las consecuencias de negarse a eso no nos hacen, para nada, la vida más fácil. Tenemos que ser duras, entonces, fuertes para aguantar estos golpes que no paran.
Cuando pinto a una mujer siento que nos conectamos a través de esa resiliencia. Trazo los ojos con los que ellas ven, les doy un cuerpo por el que temer y con el que vengarse. Desde que soñé con la mueca de asco en la cara de Susana me sentí llamada a dibujarla. La torcedura de los labios, la arruga en el centro de la frente, toda ella en una contorsión imposible. Muestra los dientes en esa imagen, el deseo de morder a sus agresores hasta el desgarro. ¿Es tan difícil vernos? Estamos al otro lado de la carne y el mito. Denunciamos injusticias y nos tomamos por nuestra mano las normas si lo creemos necesario. Según cuenta la historia, Susana estuvo a punto de morir apedreada por denunciar a los viejos que la chantajearon para que tuviera sexo con ellos. Sabía bien a lo que se arriesgaba.
Todo vale la pena en esas circunstancias, cuando la rabia está encendida y hay un avispero en la boca del estómago. Así me sentí mucho tiempo después de lo que pasó con Agostino. Rota, desdoblada, como si hubieran matado a golpes una parte de mí. Parece imposible que hayan pasado tantos años. Entonces soñaba con cuadros en los que mujeres que habían sido violentadas se vengaban de sus agresores. Al principio estaban pintadas entre sombras y yo las veía deslizarse hacia la luz, pidiéndome a gritos que las dejara elegir sus caminos. Y cuando ellas agarraban cuchillos y planeaban asesinatos, yo les daba con el pincel la expresión del placer.
Tantas noches deseé la muerte de Agostino… Cortarle la cabeza y disfrutar la explosión de sangre. Le había hecho a muchas otras lo mismo que a mí, e imaginar a todas esas chicas como víctimas me paralizaba de rabia. Yo no me sentía una víctima, eso me sonaba a indefensión y pena, a vivir constantemente en el dolor. No era así como veía a esas mujeres ni como quería pensar en mí misma. Después de todo lo que me habían hecho pasar en ese juicio, de las cuerdas apretándome los dedos y las manos palpándome por dentro, comprobando lo que ya todos sabíamos, después de aquello me negué a creerme débil.
Dejé Roma –con el pecho rugiendo todavía– de la mano de ese insípido de Pietro, que me llevó a su Florencia natal. Despedí a mi padre prometiéndole que el cambio de aires me haría bien y que pintaría todas las horas que tuviera. Detesté la ciudad desde el primer momento, pero debo admitir que nunca han apreciado mi arte tanto como allí. Aunque recuerdo con emoción el momento en que me invitaron a formar parte de la Academia de Arte, relaciono más Florencia con mi matrimonio fallido y la muerte de nuestros tres hijos. Nada me había preparado para lidiar con tanto sufrimiento. Cuando no pensaba que me iba a morir de pena me planteaba con quién dejaría a mi hija si me decidiera a matarme yo misma.
Me ayudó pintar mujeres, sin embargo. Llegaba a conocerlas a fondo, a conversar con ellas en mi estudio aunque hubieran vivido en otras épocas e incluso otras historias. Tras días o semanas de discusión ellas posaban para mí haciéndose conscientes de su poder. Lucrecia me miraba con la tensión palpitando en los ojos y me contaba cómo tomó la decisión de enterrarse un cuchillo en el pecho: no fue por Roma, era la única manera de pertenecerse a sí misma. Betsabé me confesó que siempre se había sentido un objeto, un mero punto de fuga. No tuvo elección cuando David mandó a buscarla: la llevaron a sus aposentos y fue el nombre de ella el que quedó manchado. Cleopatra se me apareció muerta. Lloró durante horas sobre la mesa de mi taller, tendida a lo largo. No pudo pronunciar una sola palabra. Yo le hice cosquillas en la nariz con un pincel y le dije que me parecía muy valiente dejar
uir el llanto.Somos fuertes, las mujeres. Quizás por obligación. Cargamos un peso que no elegimos ni aceptamos, pero lo hacemos juntas. Yo pinto a otras con sus pesos, sus verdades entrelazadas con las mías, y eso me hace sentir un poco más libre. Es lo que quiero para todas, algo que deseo mucho más que la fuerza: que nos sintamos nuestras. Que tengamos la oportunidad de avalanzarnos sobre el lienzo en blanco para pintar nuestras propias vidas.
Marta Mearin (Catalunya)
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